Irene entró en el recinto y las
memorias olvidadas por los tiempos, salieron del baúl de los malos recuerdos
por las gargantas de las airadas señoras, quienes le lanzaron fieras miradas,
mientras comentaban el encono que les despertó su importunante presencia y los
motivos que tenían para barrerla de allí, a punta de mal de ojo.
Elsy, condiscípula suya en la
universidad, fue la única que le dirigió la palabra para saludarla y recibirle
con agradecimiento el pésame por la muerte de su padre, que en poco tiempo
sería llevado a la capilla del cementerio para la misa del último adiós y
luego, a la sala de cremación.
Eludió la incomodidad de sentirse
observada despectivamente y acudió a ver a quien fue su amante por once
alocados meses juveniles. El féretro estaba cerrado y levantó el postigo de madera
para verle el rostro, entre tanto quienes se encontraban sentados en derredor,
se pararon y abandonaron el lugar donde al parecer, no cabían con su cínico
dolor.
Juvenal lucía amarillento y el
rostro ya viejo, que no veía hacía ocho años y medio, comenzaba a hinchársele.
Lo observó por unos instantes en silencio, rezó mentalmente una oración y se
dispuso a marcharse, antes de que las lágrimas le surcaran el rostro y las
fuerzas emocionales la abandonaran para enfrentar la salida de aquella boca de
lobo.
Cuando cruzaba la mitad de la
sala de velaciones, en el rostro de una pequeña pelirroja que estaba colgada
del brazo de Estella la madre de Elsy, reconoció el suyo, quedando tan
impactada que se detuvo petrificada por el desconcierto. Rebeca una compañera
de estudios se le acercó sacándola del ensimismamiento y haciendo desviar sus
ojos de la niña.
Su amiga la invitó a tomar algo
en el cafetín del cementerio y esperar la hora de la ceremonia religiosa. Irene
que había estado a punto de irse despavorida, cambió de parecer, ante la visión
que había acabado de tener y aceptó. Atravesaron la puerta, el corredor y los
jardines e Irene desalojó la tensión que la embargaba.
A cada paso los conocidos, le
negaban el saludo o las discriminaban a ambas con chispas de odio en las
pupilas. En la cafetería, hablaron un poco del pasado, las actividades de
actualidad y la muerte sorpresiva de Juvenal, hasta que fueron interrumpidas
bruscamente por una señora que se les sentó a la mesa de improviso.
Doña Susana saludó cordialmente a
Rebeca y le habló a Irene seca y pausada, con los colores subidos en las
mejillas. –Usted no tiene derecho a estar aquí, hizo sufrir mucho a mi hermana,
váyase, de una buena vez, es una mujer sin escrúpulos y corazón, no me obligue
a decirle en público lo que no le gustará escuchar; no sé que haces con ella
María rebeca, tú que si eres una buena persona-, e inmediatamente se retiró.
Irene había olvidado la
pelirrojita, sobre la que estuvo a punto de preguntarle a Rebeca, antes de que
apareciera la amenazante señora, y decidida a esfumarse, se incorporó tomando
el bolso lista para despedirse, pero en esos momentos entró la chiquilla al
sitio y sin pensarlo dos veces, volvió a acomodarse. El parecido era demasiado
notorio y eso era bastante extraño, tenía que averiguar quién era.
Rebeca sugirió se marchara, ella
regresaría al velorio y era mejor evitar problemas. Se despidieron, e Irene se
quedó sentada contemplando la muchachita mientras el cajero le vendía unos
dulces; estaba dispuesta a hablarle y saber al menos cómo se llamaba. Ya a
punto de acercársele, apareció Estella, quien le ordenó que fuera a buscar a
Santiago su hermano mayor y se plantó frente a Irene.
La criatura se alejó y la voz de
Estella retumbó en los oídos de Irene. -Es igualita a usted-, le dijo, debe
sentirse muy mal por haberla dado en adopción, nunca se atreva a abordarla.
Partió de viaje con sus padres en aquella Navidad y mi marido, que sabía cuánto
lo amaba, me pidió que nos hiciéramos cargo y olvidáramos para comenzar de
nuevo; lo que fortaleció la unión, permitiéndonos lograr vivir felices el resto
del tiempo que nos quedaba juntos-.
-Señora, mis padres me
obligaron-. Estella le respondió que le explicará eso a su conciencia, pues
ahora Alina era su hija y bajo ninguna circunstancia permitiría que le dañara
la vida rodeada del amor, que ella había osado negarle. Irene no aguantó más,
la dejó con las palabras en la boca y corrió a buscar su vehículo en el
parqueadero del cementerio, donde la enterraron a los dos días, tras el
accidente que provocó al salir.
Patricia Helena Vélez R.
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